T.C. Sección del Tribunal Constitucional. TRIBUNAL CONSTITUCIONAL. Sentencias. (BOE-A-2024-17484)
Pleno. Sentencia 103/2024, de 17 de julio de 2024. Recurso de amparo 2485-2023. Promovido por don Antonio Vicente Lozano Peña respecto de las sentencias dictadas por la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo y la Audiencia Provincial de Sevilla que le condenaron por un delito continuado de prevaricación. Vulneración del derecho a la legalidad penal: condena basada en una interpretación del todo imprevisible del tipo objetivo. Votos particulares.
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BOLETÍN OFICIAL DEL ESTADO
Miércoles 28 de agosto de 2024
Sec. TC. Pág. 109393
determinadas personas, ni favoritismos, ni intereses partidistas. Y esa función servicial
ha de ajustarse a los principios esenciales de actuación que enumera el art. 103.1 CE,
pero también a otros enunciadas a lo largo del texto constitucional como los que figuran
en el art. 9.3 (seguridad jurídica, responsabilidad e interdicción de la arbitrariedad), el
art. 14 (igualdad e interdicción de trato discriminatorio), y los arts. 9.2 y 105 (participación
y transparencia), por solo citar algunos. No hace falta insistir en que el art. 103.1 CE
impone in fine que el sometimiento de la administración pública a la ley y al Derecho sea
pleno, o sea completo, sin excepción ni matiz, lo que corrobora el enunciado del
art. 106.1 CE.
Si el fraude fiscal es una de las agresiones más graves al interés común de los
ciudadanos, la malversación de los caudales públicos es otra no menos importante.
Como la lucha contra el fraude fiscal, la lucha contra la corrupción es otro objetivo o
mandato que la Constitución impone a todos los poderes públicos. Ese mandato deriva
del deber constitucional de realizar una asignación equitativa de los recursos públicos en
el marco de una programación y ejecución basada en los criterios de eficiencia y
economía (art. 31.1 CE). La justicia financiera no se limita a la vertiente del ingreso; debe
atender con la misma fuerza a la del gasto ¿De qué vale defender la ética en el ingreso
si luego no se exige la correlativa ética en el gasto? La mala, negligente o indebida
gestión de los recursos públicos compromete el cumplimiento de los fines de un Estado
social y democrático de Derecho (art. 1.1 CE). El Tribunal del que formo parte ha
renunciado de nuevo a formar una doctrina en cuestión tan nuclear como de tan vieja
raigambre en la sociedad. En efecto, ya la Carta Magna inglesa de 1215 reconoció el
derecho de los ciudadanos, no solo a consentir tributos, sino también a conocer su
justificación y el destino a que se afectaban, derechos que recogió el Bill of Rights
de 1689 y más adelante la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano
de 1789 y nuestra Constitución de Cádiz de 1812.
Adelanto ya que las conclusiones a las que llega la sentencia de este tribunal de la
que disiento no se acomodan a estos principios constitucionales, pues se asientan en la
incertidumbre jurídica, en la irresponsabilidad, y en la falta de objetividad y de
transparencia de la administración pública.
La sentencia de este tribunal descubre con la linterna de Diógenes el argumento de
la salvadora ley de presupuestos que todo lo ampara y que borra toda responsabilidad
penal en la conducta del recurrente y de otros implicados en la pieza específica del
conocido como «caso de los ERE de Andalucía». Esa ley es convertida en omnipotente
pues sirve asimismo para eliminar los controles. Sin perjuicio de reiterar que, en realidad,
no es cierto que las leyes de presupuestos andaluzas de los años 2002 a 2009
establecieran la modificación o supresión de los controles propios del régimen de
subvenciones (sin que tal presunta supresión pueda inferirse del mero enunciado de una
determinada partida presupuestaria), baste ahora añadir que la sentencia de este
tribunal olvida que no basta con el sometimiento a la ley (que, insisto no suponía en el
presente caso la supresión del régimen propio del control de las ayudas y subvenciones),
sino que se exige también el sometimiento al ius. La ley no agota el ámbito del
Derecho, que es algo más. Y en ese algo más están desde luego los principios actuales
de actuación de las administraciones públicas, que enuncian muy en particular los
arts. 9.3, 31.2, 103.1, 105 y 106.1 CE, y los propios principios generales del Derecho,
que no tienen por qué ser norma escrita y que sintetizan nuestra cultura jurídica, que es
la propia de un Estado constitucional y democrático de Derecho (art. 1.1 CE). Y, por
supuesto, en el ius están también los principios del Derecho de la Unión Europea, a los
que luego me referiré.
He recordado ya que entre los principios constitucionales que rigen
inexcusablemente la actuación de las administraciones públicas está el de prohibición de
la arbitrariedad (art. 9.3 CE), patentemente vulnerado según las sentencias
condenatorias impugnadas en amparo. Quizás el redactor de la ponencia devenida
inexorablemente en sentencia con el apoyo de la mayoría del Pleno confunde este
concepto con el de discrecionalidad. La discrecionalidad está perfectamente
cve: BOE-A-2024-17484
Verificable en https://www.boe.es
Núm. 208
Miércoles 28 de agosto de 2024
Sec. TC. Pág. 109393
determinadas personas, ni favoritismos, ni intereses partidistas. Y esa función servicial
ha de ajustarse a los principios esenciales de actuación que enumera el art. 103.1 CE,
pero también a otros enunciadas a lo largo del texto constitucional como los que figuran
en el art. 9.3 (seguridad jurídica, responsabilidad e interdicción de la arbitrariedad), el
art. 14 (igualdad e interdicción de trato discriminatorio), y los arts. 9.2 y 105 (participación
y transparencia), por solo citar algunos. No hace falta insistir en que el art. 103.1 CE
impone in fine que el sometimiento de la administración pública a la ley y al Derecho sea
pleno, o sea completo, sin excepción ni matiz, lo que corrobora el enunciado del
art. 106.1 CE.
Si el fraude fiscal es una de las agresiones más graves al interés común de los
ciudadanos, la malversación de los caudales públicos es otra no menos importante.
Como la lucha contra el fraude fiscal, la lucha contra la corrupción es otro objetivo o
mandato que la Constitución impone a todos los poderes públicos. Ese mandato deriva
del deber constitucional de realizar una asignación equitativa de los recursos públicos en
el marco de una programación y ejecución basada en los criterios de eficiencia y
economía (art. 31.1 CE). La justicia financiera no se limita a la vertiente del ingreso; debe
atender con la misma fuerza a la del gasto ¿De qué vale defender la ética en el ingreso
si luego no se exige la correlativa ética en el gasto? La mala, negligente o indebida
gestión de los recursos públicos compromete el cumplimiento de los fines de un Estado
social y democrático de Derecho (art. 1.1 CE). El Tribunal del que formo parte ha
renunciado de nuevo a formar una doctrina en cuestión tan nuclear como de tan vieja
raigambre en la sociedad. En efecto, ya la Carta Magna inglesa de 1215 reconoció el
derecho de los ciudadanos, no solo a consentir tributos, sino también a conocer su
justificación y el destino a que se afectaban, derechos que recogió el Bill of Rights
de 1689 y más adelante la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano
de 1789 y nuestra Constitución de Cádiz de 1812.
Adelanto ya que las conclusiones a las que llega la sentencia de este tribunal de la
que disiento no se acomodan a estos principios constitucionales, pues se asientan en la
incertidumbre jurídica, en la irresponsabilidad, y en la falta de objetividad y de
transparencia de la administración pública.
La sentencia de este tribunal descubre con la linterna de Diógenes el argumento de
la salvadora ley de presupuestos que todo lo ampara y que borra toda responsabilidad
penal en la conducta del recurrente y de otros implicados en la pieza específica del
conocido como «caso de los ERE de Andalucía». Esa ley es convertida en omnipotente
pues sirve asimismo para eliminar los controles. Sin perjuicio de reiterar que, en realidad,
no es cierto que las leyes de presupuestos andaluzas de los años 2002 a 2009
establecieran la modificación o supresión de los controles propios del régimen de
subvenciones (sin que tal presunta supresión pueda inferirse del mero enunciado de una
determinada partida presupuestaria), baste ahora añadir que la sentencia de este
tribunal olvida que no basta con el sometimiento a la ley (que, insisto no suponía en el
presente caso la supresión del régimen propio del control de las ayudas y subvenciones),
sino que se exige también el sometimiento al ius. La ley no agota el ámbito del
Derecho, que es algo más. Y en ese algo más están desde luego los principios actuales
de actuación de las administraciones públicas, que enuncian muy en particular los
arts. 9.3, 31.2, 103.1, 105 y 106.1 CE, y los propios principios generales del Derecho,
que no tienen por qué ser norma escrita y que sintetizan nuestra cultura jurídica, que es
la propia de un Estado constitucional y democrático de Derecho (art. 1.1 CE). Y, por
supuesto, en el ius están también los principios del Derecho de la Unión Europea, a los
que luego me referiré.
He recordado ya que entre los principios constitucionales que rigen
inexcusablemente la actuación de las administraciones públicas está el de prohibición de
la arbitrariedad (art. 9.3 CE), patentemente vulnerado según las sentencias
condenatorias impugnadas en amparo. Quizás el redactor de la ponencia devenida
inexorablemente en sentencia con el apoyo de la mayoría del Pleno confunde este
concepto con el de discrecionalidad. La discrecionalidad está perfectamente
cve: BOE-A-2024-17484
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Núm. 208